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“Los hábitos que me dejó la dictadura de Maduro”, testimonio desde el exterior por @Marisary



Por  Marisela Castillo Apitz


Uno no sabe qué tan mal está Venezuela hasta que pones un pie en cualquier otro país. Vamos a estar claros: vivir con la angustia de no tener medicinas, hacer horas de colas para comprar comida, depender de una caja que te da el gobierno para alimentar a tu familia o someterte a la tristeza constante de despedir a tus seres queridos te condiciona a vivir diferente, a sentir diferente, a actuar diferente. Pero nada de esto uno lo sabe.

No eres capaz de dimensionar el daño que te hace la dictadura de Nicolás Maduro porque estás muy ocupado sobreviviendo todos los días y llegas eventualmente –por más que te resistas– a acostumbrarte.

Todo esto cambia cuando tienes la oportunidad de estar dentro del pequeño porcentaje de venezolanos que pueden irse del país y comenzar a vivir, del verbo v-i-v-i-r.

Hace unas semanas tomé un avión y salí de Venezuela para tomarme unos días de descanso y aprovechar de coordinar reuniones de trabajo. No es la primera vez que salgo de mi país para hacer vida en otro. Lo hice hace ocho años cuando hice una maestría en Periodismo Político en Ciudad de México. La diferencia de aquella vez con esta es el deterioro del país, de los servicios, la escasez, el incremento de la inseguridad, la restricción de libertades, las torturas a gente querida que se opone al régimen –pero de eso les hablo después.

Apenas me bajé del avión sentí el frío de Washington, espantoso. Así que lo primero que hice fue ponerme el improvisado “abrigo de invierno” que me traje de Caracas y me dirigí al baño del aeropuerto. El contraste lo atestigüé de inmediato: ¡había papel toilette!

Pero no solo el sanitario tenía rollos de papel higiénico en cada lugar donde había un inodoro, también en los lavamanos había jabón líquido y podías regular la temperatura del agua –que, oh, salía clarita– simplemente girando la manilla. Para la izquierda más caliente, para la derecha más fría. La puse tibiecita y me lavé las manos, la cara y el cuello.


Abrir el grifo y que salga agua sin ningún tipo de color amarillento ni olor, poder tomarla para calmar la sed, siendo la misma que se usa para lavar los platos y limpiar los pisos, es mucho con demasiado. Pero si a esto le sumas que el cabello se te pone liso y suavecito con solo bañarte, y que no hace falta plancha ni secador para controlar la melena caribeña que uno tiene, es un impacto cultural de otro planeta. Solo las mujeres saben de lo que les hablo.

Entonces me di cuenta que uno de los hábitos que me dejó Venezuela es comprar agua embotellada para tomar, para cocinar, para hacer todo porque olvidas o desconoces que en otras partes del mundo el agua de chorro es limpia. Y constante. Aquí no hay cortes ni racionamientos. Lo que quiere decir que puedo montar una lavadora cuando me da la real gana. Parecen cosas sencillas, pero no lo son. El sistema implementado por Maduro te condiciona, te hace diferente y te acostumbra a vivir entre la escasez, la miseria, las preocupaciones y las restricciones.

Si algo nos une a quienes hemos vivido bajo el “madurato” es la mezcla de sentimientos que produce entrar a un supermercado en el extranjero.

Primero sonríes, el rostro se te ilumina, te sientes libre; pero en la medida que recorres los anaqueles te sometes a la “angustiante” situación de tener que elegir entre miles y miles de marcas diferentes para comprar un simple litro de leche, un detergente, cualquier producto. Y no sabes qué hacer, la contradicción de la abundancia, la bofetada de la capacidad de elegir. En Venezuela llevan años buscando inhabilitarnos para pensar, tomar decisiones propias y finalmente decidir.

Allí hay que sumar la “escasez aprendida”, esa que conduce a comprar ansiosamente más de lo necesario. La instrumentación del “por si acaso”. Hablando en los términos que al gobierno le gusta usar, En Caracas me convertí en una “acaparadora”. Llené la despensa de productos de higiene personal y comida empaquetada que usaría en el tiempo previsible, o no. Allí había acumulado para tres o cuatro meses de “es que ya no se consigue”.

En otra frontera, hay certeza de que se puede ir al mercado cuando y las veces que se quiera y los anaqueles con productos siempre estarán allí, como el dinosaurio de Augusto Monterroso.

No soy la única. Cada venezolano lleva la cicatriz de un comportamiento deformado por el gobierno de Maduro. Una amiga, abogada y defensora de presos políticos, me confesó que apenas se bajó del avión se metió en un pequeño lugar para comer y lo primero que hizo fue agarrar las servilletas que le dio la mesonera y las picó para repartir los trozos entre ella y sus acompañantes. La empleada creyó que su cliente se entretenía mientras llegaba la comida. Nunca entendió.

Son cicatrices, marcas, que no son fáciles de borrar. Aquí en Washington aún tengo la manía de comprar al mayor la comida y de ahorrar en lo que sea posible. Hace unos minutos, después de bañarme, agarré todos los pedacitos de jabón y los compacté con mi puño. Hice una bola para, literalmente, usarla hasta que se desvanezca.

Es el aprendizaje que nos ha dejado el arrebato desde el poder que nos educó a vivir con lo que hay, a resolver entre todos, a ayudar a los demás, a recoger los mil pedazos de corazón cuando hay que despedir seres queridos que parten o cuando se mira de frente la cara del hambre que enfrentan los niños. Una realidad que, también, confirma que se puede estar mejor, que no es utopía.

01-04-18




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